¿Qué fue de Siria?

Era otoño de 2010. Atardecía ya cuando terminábamos de pasear entre las ruinas grecorromanas de Apamea. A lo lejos se veía el cardo y su impresionante columnata. Una mujer mayor vendía pañuelos a la puerta de su casa. Saludamos y Borham, nuestro chófer, nos la presentó. La conocía de sus viajes de acá para allá, como conocía a tantísima gente por toda Siria. Ella nos contó que chapurreaba algunas palabras de italiano porque una hija emigró a Italia. Nos enseñó su casa, su horno de pan, nos ofreció té e intercambiamos algunas palabras. La tarde caía con suavidad y no apetecía volver a la ruta.

Silvia cogió un pañuelo semejante al kufiyya palestino y entre Borham y la vendedora le enseñaron cómo colocárselo sobre la cabeza. Reímos todos, hicimos unas fotos y compramos el pañuelo. Ella, cuyo nombre no recuerdo ya, nos regaló dos capullos de algodón. Se lo agradecimos con gestos, y con un sucram (gracias) sentido. Aún los conservamos.
Muchas veces me pregunto qué habrá sido de aquella señora. De sus gallinas, de sus pañuelos, de los turistas que de vez en cuando pasaban ante la puerta de su casa, una vivienda muy humilde con una de las mejores vistas del mundo. Qué andará haciendo  un conductor como Borham, todo un relaciones públicas en potencia. Qué habrá hecho la guerra con ellos, cómo les habrá afectado. A qué se dedicará ese camarero con tanta pluma que llevaba con un increíble don de gentes y simpatía el enorme salón de un restaurante cerca del castillo templario del Crac de los caballeros, que igual cantaba la carta en italiano que bromeaba en alemán. ¿Seguirá abierta aquella tienda de dulces del barrio de Midan con un escaparate digno de una joyería de la calle Serrano? (Sé que en algún momento los tanques camparon por sus calles). Aún guardo la bolsa en la que nos empaquetaron las galletas cubiertas de sésamo. ¿Y parará alguien en el Bagdad café, ese cuchitril en medio del desierto en la carretera que une Siria con Irak?

Por cierto, después de aquel atardecer en Apamea, con el pañuelo, los capullos de algodón y el recuerdo de las ruinas romanas llegamos a Alepo. Pero no voy a hablar ahora de Alepo, que no me cabe tanta tristeza en un solo post.


Borham y la señora que nos vendió el pañuelo. No es sencillo colocarlo en la cabeza.

Su casa no era precisamente la mejor, pero a unos metros de su  patio tenía estas vistas.

El cardo de Apamea mide casi dos kilómetros y se puede recorrer al completo.

El Crac de los caballeros, visto desde el restaurante en el que comimos tras visitarlo.

Una tienda de dulces en el barrio de Midan (Damasco)
Una de las lujosas tiendas de dulces en el barrio de Midan, Damasco.

El Bagdad Café, camino de regreso a Damasco.




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